“...La potencia es algo que podemos comprar, y a este respecto pienso más en máquinas que en píldoras sexuales. Según un lugar común de la industria electrónica, los consumidores ordinarios compran equipamientos cuyas capacidades nunca utilizarán íntegramente: discos duros con memoria capaz de almacenar cuatrocientos libros, aunque la mayoría de la gente no guardará, en el mejor de los casos, más de unos cuantos centenares de páginas de cartas o programas de software que permanecen en el ordenador sin ser nunca abiertos. La conducta de estos clientes tiene su paralelo en los compradores de coches deportivos superveloces que en la mayor parte de los casos avanzan a trompicones en medio del tráfico, o en los propietarios de los tristemente famosos vehículos utilitario-deportivos diseñados para viajar en el desierto y que la mayoría de las veces se usan para llevar a los niños a la escuela y traerlos de vuelta a casa. En todos estos casos se trata de consumidores de potencia.
Desde los orígenes de los mercados de capital, los inversores se han visto impulsados por la creencia irracional en el poder de los objetos, como ocurrió en la “manía por los tulipanes” de los inversores ingleses del siglo XVII, cuando el comercio de estos bulbos vulgares e inútiles prometía de alguna manera enriquecer a los banqueros británicos, antecedente de la locura de la inversión en puntocom de la década de los noventa del siglo XX. El atractivo de esta clase de consumo está en el incremento del capital mediante la explotación de posibilidades que otros no han previsto, o bien de la pura magia. Comprar una máquina poderosa tiene otra clase de atractivo, del que es excelente ejemplo un objeto pequeño y hermoso que se encuentra hoy en el mercado.
Me refiero al iPod, con capacidad para almacenar y reproducir diez mil canciones de tres minutos. Pero ¿cómo hará uno para escoger las diez mil canciones, o de dónde sacará tiempo para bajarlas? ¿Cuáles serían los principios de selección de las quinientas horas de música que contiene esa cajita blanca? ¿Acaso sería posible recordar las diez mil canciones a fin de elegir una en particular que se deseara oír en un momento determinado? (Esa proeza de la memoria humara implicaría, en el campo de la música clásica, la capacidad de saber de memoria prácticamente todas las obras de Juan Sebastián Bach) [...] Prácticamente lo mismo vale para las instrucciones escritas que acompañan al iPod. La máquina es “neutral en contenido”: el manual sugiere que se visiten diferentes sitios de interés en Internet con protocolos para bajar material, pero las visitas sólo muestran más neutralidad. Uno de esos sitios, por ejemplo, ofrece tres mil antiguos éxitos, después de lo cual viene una enumeración alfabética de los tres mil títulos. Pero, una vez más, nos topamos con la dificultad de retener en la mente nueve mil minutos de audición. No es sorprendente que Michael Bull, que ha escrito un estudio acerca del uso real que se hace en general del walkman, precursor del iPod, se haya encontrado con que la gente escuchaba una y otra vez las mismas veinte o treinta canciones, que es la memoria musical activa que posee la mayoría.
Sin embargo, el poderoso atractivo comercial del iPod consiste precisamente en tener más de lo que una persona podría usar jamás. Parte de ese atractivo reside en una conexión entre potencia material y capacidad potencial de un individuo. Al buscador de talento, como hemos visto, no le interesa tanto lo que uno ya sabe como cuánto sería capaz de aprender; al director de personal no le interesa tanto lo que uno es como lo que podría llegar a ser. Análogamente, comprar un pequeño iPod promete la expansión de las capacidades personales; todas las máquinas de ese tipo funcionan sobre la base de la identificación del comprador con la sobredimensionada capacidad introducida en las máquinas. Las máquinas se convierten en una gigantesca prótesis médica. El iPod tiene una gran potencia, pero el usuario no domina esa potencia. Ésa es justamente la razón por la cual las máquinas ejercen tanta atracción. Como me dijo el vendedor que me vendió el iPod, sin inmutarse: ‘El límite es el cielo’. Y lo compré”.
(Richard Sennett, “La cultura del nuevo capitalismo”, págs. 130/132, Anagrama, Barcelona, 2007)